LA MASONERÍA, EL CONDE DE ARANDA Y
LA EXPULSIÓN
DE LOS JESUITAS (1767-1815)
En virtud de la aplicación de
la pragmática de Carlos III de 1767, la expulsión de la Compañía de
Jesús de España y de sus dominios (1767-1814) afectó a más de 5.000
jesuitas (2.740 en España, y 2.606 en Hispanoamérica), casi una cuarta
parte del total de miembros de la Compañía de Jesús.
La campaña contra la Compañía de
Jesús comenzó en 1754, con la caída del marqués de la Ensenada,
todopoderoso ministro de Fernando VI (y señalado amigo de los
jesuitas), que dio como resultado la accesión al poder del llamado
segundo equipo ministerial de Fernando VI, y significativamente anti-jesuítico.
Entre ellos figuró Ricardo Wall, el duque de Huéscar, enemigo personal
de Ensenada, junto con su protegido Manuel de Roda, más tarde
secretario de Gracia y Justicia de Carlos III. Uno de los hechos más
ruidosos en los primeros meses del nuevo ministerio fue la exoneración
de Francisco de Rávago como confesor real. Con su marcha de la Corte
acabó definitivamente la larga e ininterrumpida serie de confesores
jesuitas, tradicionales directores de conciencia de los Borbones
franceses, que, al instaurar su dinastía en España, optaron por los
jesuitas en vez de los dominicos, como había sido costumbre con los
Austrias.
En toda la literatura, tanto
oficial como oficiosa, contra los jesuitas, se barajan con más
frecuencia los motivos aparentes que los verdaderos que precipitaron
su expulsión. Se ha achacado a una campaña anticlerical y
antirreligiosa auspiciada por las ideas de la Ilustración y las
maquinaciones secretas de la masonería, aduciendo hechos históricos
que podían, hábilmente manipulados, desprestigiar a la Compañía de
Jesús, como el llamado «estado jesuítico» del Paraguay, la oposición
al Tratado de límites con Portugal (1750) y la intervención en el
motín contra Esquilache. Añádase a esto la oposición de otros
religiosos, como los escolapios, por razón de competencia en el mundo
de la enseñanza; los agustinos, por haber los jesuitas condenado las
obras del cardenal Enrico Noris, uno de su teólogos más
representativos; los carmelitas descalzos, muy empeñados en la
beatificación de Palafox, y los franciscanos y dominicos, que en parte
se sintieron aludidos en las burlas que Francisco José Isla hacía en
su Fray Gerundio de Campazas de los predicadores hinchados e
ininteligibles de la época. Por otra parte, no cabe duda de que el
haber detentado por tantos años el confesonario regio había concitado
envidias y rencores a la Compañía de Jesús.
Pero en realidad, la
expulsión de la Compañía de Jesús se debe a un conjunto de causas que
hay que situar preferentemente en un plano político y social.
Político, porque en la
segunda mitad del siglo XVIII había una guerra declarada entre el
despotismo ilustrado, que actuaba en clave decididamente regalista, y
el principio de autoridad de Roma. Los jesuitas estaban claramente
clasificados en el bando de los «ultramontanos» partidarios de Roma.
Social, por lo que se refiere
a España, porque desde el inicio del reinado de Carlos III, se había
roto una tradición de siglo y medio que asignaba los altos puestos de
la política a los miembros más cualificados de la nobleza y a los
ministros procedentes de los Colegios Mayores (a los que sólo tenían
acceso los nobles), a los que sucedieron (salvo en el caso de Aranda y
poco más) hombres de origen oscuro, que habían pasado por las
universidades en calidad de «manteístas». El origen humilde los
hombres de más peso en el nuevo gobierno (Campomanes y Roda), les
había cerrado una serie de puertas que estaban abiertas de par en par
a los colegiales mayores y a los ex-discípulos nobles de los jesuitas.
Cuando el 29 de mayo de 1815,
Fernando VI revocó la pragmática de su regio abuelo, contemplaba a los
jesuitas con una óptica muy diferente. La Compañía de Jesús era, según
el decreto, «antemural inexpugnable de la religión santa de
Jesucristo, cuyos dogmas, preceptos y consejos son los que sólo pueden
formar tan dignos y esforzados vasallos, como han acreditado serlo los
míos en mi ausencia, con asombro general del universo». No solo los
Borbones volvían a ser afectos a la Compañía de Jesús; era necesario
contar también con la crisis de valores, que, desde el estallido de la
Revolución Francesa (1789), había cambiado de manera radical el curso
de la historia.
Pero lo cierto es que Pedro Pablo
Abarca de Bolea, Conde Aranda (1719-1798), Grande de España y poseedor
de 23 títulos nobiliarios, ha pasado a la historia como un
enciclopedista y volteriano, fundador de la masonería en su patria y
principal realizador de la expulsión de los jesuitas. Esta imagen,
consagrada en parte por Marcelino Menéndez y Pelayo en su Historia
de los Heterodoxos Españoles, ha sido el retrato oficial de Aranda
por muchos decenios.
En cuanto a su cursus honorum,
fue embajador en Portugal (1755-1756), y en Polonia (1760-1762),
general en jefe del ejército español que invadió Portugal (1762-1763),
capitán general, presidente de la Audiencia y virrey de Valencia
(1765-1766), presidente del Consejo de Castilla —el cargo más
importante del Estado después del rey— y capitán general del mismo
reino (1766-1773), embajador en París (1773-1787) y secretario de
Estado o primer ministro de Carlos IV (febrero-noviembre 1792).
Fue discípulo de los jesuitas; José
Martínez y Tomás Cerdá de la provincia de Aragón intervinieron en su
primer instrucción y, en los años treinta, fue alumno del Colegio de
Nobles de los jesuitas de Parma. Pero lo más curioso es que Aranda
tuvo un hermano jesuita, Gregorio de Iriarte.
El conde socorrió con largueza a los
jesuitas desterrados en Italia desde su puesto de embajador en París.
Ninguna carta de jesuitas, ni siquiera el diario de Manuel Luengo,
culpan una sola vez de su desgracia a Aranda; se habían felicitado por
su nombramiento el año anterior, y expresarán su «melancolía» por el
hecho de que no podría protegerlos con la misma eficacia que si
hubiera continuado en su alto cargo de gobierno en Madrid.
Al incubarse el proceso de expulsión,
Aranda estaba al frente del Consejo de Castilla. Carlos III, que nunca
le tuvo simpatía, le había nombrado presidente del mismo porque con
motivo de los motines contra Esquilache, sólo un militar del prestigio
del conde podía enderezar la situación. El Rey había huido al real
sitio de Aranjuez y, extraordinariamente protegido por fuertes
destacamentos militares, encomendó a Aranda el objetivo fundamental de
pacificar Madrid.
El hecho es que las reuniones
prosiguieron a espaldas de Aranda y que éste ni siquiera participó en
las consultas previas a la pragmática que expulsaría a los jesuitas de
España. En ellas, sin embargo, se puso mucho empeño, sobre todo por
parte de Roda, en que Aranda, como presidente del Consejo de Castilla,
fuera el responsable último de la ejecución de la expulsión de los
jesuitas. Sin duda el prestigio de Aranda iba a dar una fuerza y
legitimación mayores a la pragmática de Carlos III.
Se podrían aducir numerosos textos de
contemporáneos que exculpan a Aranda de toda posible participación en
el extrañamiento de los jesuitas. Uno solo, aunque muy clarificador,
es el de Simón de las Casas, embajador español en Venecia (1792):
«Toda Europa le atribuye [a Aranda] la expulsión de los jesuitas de
España. No tuvo en ello ninguna parte; fue encargado de la ejecución,
y en eso consistió todo. Fue uno de los últimos a quien se le comunicó
la orden, cuando tal negocio estaba ya resuelto, y jamás supo una
palabra de la negociación que, en orden a la extinción de la Orden
jesuítica, siguió al extrañamiento de los jesuitas».
Extractado de I.
Pinedo (S. J.), voces “Aranda, conde de” y “Expulsión de los
Jesuitas”, en Diccionario histórico de la Compañía de Jesús,
dirigido por Charles E. O´NEILL y Joaquim Mª DOMÍNGUEZ, Roma-Madrid,
2001, Vol. I, pp. 212-213 y vol. II, pp. 1347-1353.
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